Digo,
que era tiempo de pandemia y mascarillas; y también de soledad. Desde la
terraza, giró su rostro embozado y me clavó con alevosía sus dos puñales
negros. Puñales que alteraron mis circuitos sin darme tiempo a pensar en los
peligros que esconden los burkas y mascarillas, pues pueden encerrar la más
ignominiosa de las traiciones.
En
poco tiempo, me vi bailando al son de sus palmas, viviendo juntos. Así funciona
el amor y también la necesidad. Una vez superada la época del susto, he
terminado acostumbrándome a verla sin embozo, con la esperanza de encontrarle
los labios que faltaban en su boca, guardados a buen recaudo, sin duda, en
algún recóndito y privativo lugar de su cuerpo.
Una
mañana, ataviada únicamente con su inseparable mascarilla, se puso delante del
espejo de la cómoda y retorció su cintura para verse la espalda en toda su
extensión. «¡Necesitamos ejercicio, cariño!», dijo acariciándose la parte donde
la espalda deja de tener su refinado nombre. ¡”Necesitamos”! Aquel plural no me
pasó desapercibido. Se embutió después en un culote, cuatro tallas menos de la
que le correspondía, se volvió hacia mí lentamente, como si yo también fuera un
espejo, retorció su cintura para enseñarme cara y culo al mismo tiempo. «¿Te
gusta?»
Me
gustaba. Tan escaso, tan ceñido… dicho, además, con aquellos parpadeos al
estilo Daisy, suficientes para enloquecer al mismísimo Pato Donald. «No me
engañes, ¿te gusta de verdad?». Se lo quitó lentamente, me lo arrojó a la cara
y nos dispusimos a sudar durante quince minutos.
Estaba
yo con el postrer cigarro del ayuntamiento, cuando espetó, sentada en el
larguero de la cama: «Debería coger una talla más grande, ¿no te parce?».
Evidentemente, no andaba fina en matemáticas. «No digas nada, no importa, pero
tenemos que adelgazar, cariño, hacer ejercicio. Por cierto, puedes ir aparcando
tu ridícula bici». Y con unas palmaditas, tan solo dos en esta ocasión,
sentenció sin mirarme: «¡Anda, vístete, si quieres conocer mi sorpresa».
Nos
estaban esperando en la tienda. Era roja, flamante, larga, muy larga, con dos
ruedas, dos sillines y dos pedales. ¡Solamente dos pedales! «¿No dices nada?,
mira que eres soso, cariño, esto es lo que necesitamos, un tándem, mucho mejor
que tu bicicleta de soltero. ¡Ah!, le he pedido a Mariano que haga unos cuantos
apaños para quitarle peso. ¿No es ideal?, vamos a ser la envidia de todo el
vecindario, siempre juntos, mi amor, hasta que la muerte nos separe, que por
algo estamos en gananciales».
No
hubo negociación posible. Sumergí mi cara en el horizonte vertical de su
trasero y no he dejado de dar pedales desde entonces, como tampoco he dejado de
preguntarme por aquella curiosa manera de aligerar el peso quitando sus
pedales.
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