Olvidé subir este relato, que obtuvo el primer premio en el XVII certamen Calixto Hornero hace un par de meses. Quizás queráis entreteneros.
Don Anselmo merodeaba por el pantano con su
destartalado Simca, indeciso, nervioso por el ansiado reencuentro con todos sus
colegas. Una montonera de recuerdos le paralizaba. Tenía una importante noticia
para compartir con ellos y con todos sus antiguos vecinos, pero no quería
precipitarse. Se detuvo en la orilla, reclinó el asiento, cerró las ventanillas
y puso a todo volumen las viejas canciones de Radio Futura y los Inhumanos. Con
un fragmento de cielo encuadrado en su parabrisas y respirando una y otra vez
el humo de sus propios cigarros, se entretuvo en recomponer su pasado hasta que
la tarde y el agua cobraron esa tonalidad mortecina que tiene la nostalgia.
Enderezó entonces el asiento, pisó el acelerador y se precipitó en el agua.
Dejó el coche en la plazoleta del pueblo y continuó buceando a pulmón,
respirando las burbujas de sus recuerdos. Recorrió las calles, acarició las sillas y pupitres
carcomidos de la escuela, las paredes mondas de la iglesia, de su vieja casa,
del matadero. Recogió los tejos de las tangas y las rayuelas, desgastados por
el agua, las trompas, los aros oxidados, las canicas que todavía rodaban en su
memoria y se sentó luego a esperar a la cuadrilla para jugar al chorro-morro,
como hacían todas las tardes.
Marta pedía, como siempre, ponerse de madre, contra
la pared, mirándole fijamente y regalándole una sonrisa picantona. Era su forma
de animarle a que se pusiera de primer burro y metiera la cabeza entre sus
piernas. ¡Dónde se fueron, ay, aquellos años caprichosos de juventud y de
juegos! Volvieron a verse algún tiempo después para “mojar” el Simca recién
adquirido, recordar viejos tiempos y escuchar a los Inhumanos y Radio Futura en
su parte trasera, en el pinar del pantano. Una y otra vez durante todo un verano
hasta que a su marido lo destinaron a Biarritz y desapareció definitivamente de
su vida. Nunca debió dejar que se le escaparan aquellos ojos verdes como las
algas del pantano, como las acículas de los pinos, nunca debió dejar que se le
escaparan aquellas pecas pecaminosas que tanto le gustaban.
En el lavadero, algunas mujeres contaban sus
chismes y compartían coplillas llenas de pasión y complicidad. Siguió su camino
nadando por el interior de las casas. Flotaban algunos muebles. Acarició un
caballo de madera, los restos de una bici, un capote verde deshilachado con
insignias de latón, pucheros restañados, cientos de cachivaches abandonados
precipitadamente al capricho de las aguas. Sus recuerdos más intensos lo
llevaron hasta la escuela. Quedaban allí algunos pupitres con sus tinteros y
plumas, las chinchetas en la silla del profesor y el puntero que tantas veces descargó su furia en la palma de
sus manos. Se entretuvo en rescatar las intimidades y secretos que sus ojos de
niño nunca pudieron imaginar mientras algunos peces lo miraban y abrían sus
ojos redondos y sorprendidos haciendo quiebros y requiebros.
Siguió buceando. Estaba nervioso, impaciente por
pregonar su gran noticia. Se detuvo en la casa de Remedios sin encontrarla.
Tenía que estar por allí, esperando resignadamente su triste porvenir,
encadenada al olivo de su patio, porque no quiso abandonar sus raíces cuando
cerraron las compuertas, pero no pudo encontrarla.
Simona, un poco más allá, regadera en mano, cuidaba
su geranios en la ventana almacenando chismes en su único ojo para repartirlos
luego por toda la vecindad.
En el escaparate de la ferretería, la única tienda
del pueblo aparte del colmado, Remigio colocaba sus cuatro cachivaches y
algunos juguetes. Se detuvo allí, como lo hacía entonces con la pandilla para
escoger con rigurosa alternancia los regalos que anunciaban la llegada de la
Navidad.
Esperanza seguía en su balancín del porche,
acariciando con suspiros y burbujas un bolso de cocodrilo y la barriga que un
vendedor ambulante le dejó de recuerdo.
Llegó a la iglesia. Tenía un campanario que se
perdía por encima del agua, hasta el cielo y más allá. Don Anselmo atravesó el
pórtico, sorteó bancos, reclinatorios, un misal olvidado, penetró en la
sacristía. Virtudes se afanaba en guardar estolas y casullas en los inmensos
arcones de cedro descolorido. Faltaban algunas monedas en la bandeja de las
limosnas, tributo silencioso de su época de monaguillo, época de cíngulos y
roquetes, incensarios y campanillas, apagavelas e imágenes de gesto dolorido.
Una cuerda se perdía hacia lo alto por una
hendidura del techo. Tiró de ella y sonaron las campanas, a rebato. Poco a poco
todos los fantasmas se congregaron a su alrededor. Había otro mentidero en la
plaza, pero no tenía la misma concurrencia y prefería reencontrarse con todos
allí, a la puerta de la iglesia. El otro era el mentidero del día a día, con
noticias menos trascendentes. El de la iglesia, en cambio, era el de los
grandes eventos y su extraordinaria noticia merecía el mejor de los escenarios.
Se acercaron todos. Dolores, con su vestido teñido
por enésima vez, por no querer aceptar que el tiempo desgastaba los tejidos y
los sueños con la misma insistencia. Apareció Esperanza blandiendo su bolso de
cocodrilo y algunos peces se mostraron nerviosos. Llegó también el alcalde,
henchido y sonriente, con sus tirantes sujetando su enorme barriga y haciendo
girar su bastón entre los dedos como una majorette. El cura, seguido por su
enamorada y silenciosa Virtudes, Andrés, Perrote, Greta… nadie faltaba.
Don Anselmo carraspeó, hizo algunas gárgaras
inevitables y comenzó su discurso. Primero
con unas cuantas noticias truculentas que habían ocurrido en otras
latitudes, siguió con algunos chismes deportivos y terminó, como siempre se ha
de terminar, con la sección del “tiempo”, la que les había reunido
verdaderamente, lo único que realmente les interesaba. Habló del cambio
climático, los acuerdos y desacuerdos en la última cumbre de Madrid, ausencias
y presencias reseñables, promesas y proyectos imposibles porque nadie quería
reconocer la naturaleza de los hombres. Un murmullo creciente se mezcló con
burbujas y gorjeos, sonrisas y esperanzas. Y por fin, pudo comunicarles que,
muy pronto, la pertinaz sequía dejaría de nuevo al descubierto su pueblo y
podrían recuperar todos sus sueños, tantas y tantas voces que las aguas
silenciaron.
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