20241017

"El informativo"

Olvidé subir este relato, que obtuvo el primer premio en el XVII certamen Calixto Hornero hace un par de meses. Quizás queráis entreteneros.

        Don Anselmo merodeaba por el pantano con su destartalado Simca, indeciso, nervioso por el ansiado reencuentro con todos sus colegas. Una montonera de recuerdos le paralizaba. Tenía una importante noticia para compartir con ellos y con todos sus antiguos vecinos, pero no quería precipitarse. Se detuvo en la orilla, reclinó el asiento, cerró las ventanillas y puso a todo volumen las viejas canciones de Radio Futura y los Inhumanos. Con un fragmento de cielo encuadrado en su parabrisas y respirando una y otra vez el humo de sus propios cigarros, se entretuvo en recomponer su pasado hasta que la tarde y el agua cobraron esa tonalidad mortecina que tiene la nostalgia. Enderezó entonces el asiento, pisó el acelerador y se precipitó en el agua. Dejó el coche en la plazoleta del pueblo y continuó buceando a pulmón, respirando las burbujas de sus recuerdos. Recorrió las calles, acarició las sillas y pupitres carcomidos de la escuela, las paredes mondas de la iglesia, de su vieja casa, del matadero. Recogió los tejos de las tangas y las rayuelas, desgastados por el agua, las trompas, los aros oxidados, las canicas que todavía rodaban en su memoria y se sentó luego a esperar a la cuadrilla para jugar al chorro-morro, como hacían todas las tardes.

Marta pedía, como siempre, ponerse de madre, contra la pared, mirándole fijamente y regalándole una sonrisa picantona. Era su forma de animarle a que se pusiera de primer burro y metiera la cabeza entre sus piernas. ¡Dónde se fueron, ay, aquellos años caprichosos de juventud y de juegos! Volvieron a verse algún tiempo después para “mojar” el Simca recién adquirido, recordar viejos tiempos y escuchar a los Inhumanos y Radio Futura en su parte trasera, en el pinar del pantano. Una y otra vez durante todo un verano hasta que a su marido lo destinaron a Biarritz y desapareció definitivamente de su vida. Nunca debió dejar que se le escaparan aquellos ojos verdes como las algas del pantano, como las acículas de los pinos, nunca debió dejar que se le escaparan aquellas pecas pecaminosas que tanto le gustaban.

En el lavadero, algunas mujeres contaban sus chismes y compartían coplillas llenas de pasión y complicidad. Siguió su camino nadando por el interior de las casas. Flotaban algunos muebles. Acarició un caballo de madera, los restos de una bici, un capote verde deshilachado con insignias de latón, pucheros restañados, cientos de cachivaches abandonados precipitadamente al capricho de las aguas. Sus recuerdos más intensos lo llevaron hasta la escuela. Quedaban allí algunos pupitres con sus tinteros y plumas, las chinchetas en la silla del profesor y el puntero que  tantas veces descargó su furia en la palma de sus manos. Se entretuvo en rescatar las intimidades y secretos que sus ojos de niño nunca pudieron imaginar mientras algunos peces lo miraban y abrían sus ojos redondos y sorprendidos haciendo quiebros y requiebros.

Siguió buceando. Estaba nervioso, impaciente por pregonar su gran noticia. Se detuvo en la casa de Remedios sin encontrarla. Tenía que estar por allí, esperando resignadamente su triste porvenir, encadenada al olivo de su patio, porque no quiso abandonar sus raíces cuando cerraron las compuertas, pero no pudo encontrarla.

Simona, un poco más allá, regadera en mano, cuidaba su geranios en la ventana almacenando chismes en su único ojo para repartirlos luego por toda la vecindad.

En el escaparate de la ferretería, la única tienda del pueblo aparte del colmado, Remigio colocaba sus cuatro cachivaches y algunos juguetes. Se detuvo allí, como lo hacía entonces con la pandilla para escoger con rigurosa alternancia los regalos que anunciaban la llegada de la Navidad.

Esperanza seguía en su balancín del porche, acariciando con suspiros y burbujas un bolso de cocodrilo y la barriga que un vendedor ambulante le dejó de recuerdo.

Llegó a la iglesia. Tenía un campanario que se perdía por encima del agua, hasta el cielo y más allá. Don Anselmo atravesó el pórtico, sorteó bancos, reclinatorios, un misal olvidado, penetró en la sacristía. Virtudes se afanaba en guardar estolas y casullas en los inmensos arcones de cedro descolorido. Faltaban algunas monedas en la bandeja de las limosnas, tributo silencioso de su época de monaguillo, época de cíngulos y roquetes, incensarios y campanillas, apagavelas e imágenes de gesto dolorido.

Una cuerda se perdía hacia lo alto por una hendidura del techo. Tiró de ella y sonaron las campanas, a rebato. Poco a poco todos los fantasmas se congregaron a su alrededor. Había otro mentidero en la plaza, pero no tenía la misma concurrencia y prefería reencontrarse con todos allí, a la puerta de la iglesia. El otro era el mentidero del día a día, con noticias menos trascendentes. El de la iglesia, en cambio, era el de los grandes eventos y su extraordinaria noticia merecía el mejor de los escenarios.

Se acercaron todos. Dolores, con su vestido teñido por enésima vez, por no querer aceptar que el tiempo desgastaba los tejidos y los sueños con la misma insistencia. Apareció Esperanza blandiendo su bolso de cocodrilo y algunos peces se mostraron nerviosos. Llegó también el alcalde, henchido y sonriente, con sus tirantes sujetando su enorme barriga y haciendo girar su bastón entre los dedos como una majorette. El cura, seguido por su enamorada y silenciosa Virtudes, Andrés, Perrote, Greta… nadie faltaba.

Don Anselmo carraspeó, hizo algunas gárgaras inevitables y comenzó su discurso. Primero  con unas cuantas noticias truculentas que habían ocurrido en otras latitudes, siguió con algunos chismes deportivos y terminó, como siempre se ha de terminar, con la sección del “tiempo”, la que les había reunido verdaderamente, lo único que realmente les interesaba. Habló del cambio climático, los acuerdos y desacuerdos en la última cumbre de Madrid, ausencias y presencias reseñables, promesas y proyectos imposibles porque nadie quería reconocer la naturaleza de los hombres. Un murmullo creciente se mezcló con burbujas y gorjeos, sonrisas y esperanzas. Y por fin, pudo comunicarles que, muy pronto, la pertinaz sequía dejaría de nuevo al descubierto su pueblo y podrían recuperar todos sus sueños, tantas y tantas voces que las aguas silenciaron.

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