Segundo premio IV certamen de relatos "Bodegas Peral"
Era un pámpano cuando sus manos enormes
palparon su cuerpo, acariciaron su piel tersa y satinada. Rebosaba primavera. También
él comenzó a temblar de ansiedad, pero supo contenerse, respetar su inocencia,
arrancarle una sonrisa inocente primero y una promesa firme y cómplice después.
Fue doloroso al principio, dolorosa la espera, dolorosas e interminables las
noches y las tardes del verano. Su ansiedad y las nubes vistiéndose de rojo
cuando el sol se tumbaba en el horizonte y ella susurraba agradecida, temblando
entre las hojas: «ten paciencia, espera». Necesitaba tiempo para madurar sus
sueños.
Resultó duro, muy duro tener que
separarla de su tierra, de su familia, pero no hay futuro sin sangre y sufrimiento.
Despalilló después los recuerdos que hubieran amargado su romance y ella se
dejó arrastrar por su pericia, permitió que le arrancara sus miedos, sus hollejos
y prejuicios para fermentar su idilio en plenitud. Las adversidades y trasiegos
que les impuso la vida sirvieron para clarificar la fuerza apasionada que se
habían prometido. Contuvieron su impaciencia, el ritmo acelerado que impone la
juventud. Se detuvo el tiempo. Refugiados en un espacio recoleto donde sus
brazos de roble la estrecharon para oxigenar la sangre y compartir aromas y
caricias en silencio. Se durmieron esperando serenamente la eternidad.
Pongo por testigo al cielo que
fueron tiempos felices, pero el destino tiene un albedrío muy caprichoso y cruel.
Aquellos años de romance, de pasión y de ternura, no pudieron durar. Y lo triste
fue que le cogió desprevenido, que no lo esperaba. Se interrumpieron
bruscamente los versos y los sueños, aterrizó de golpe.
No puedo decir que me alegrara su
desgracia, que estuviera deseando el final de aquella situación empalagosa y
febril. Conozco bien mi papel ornamental en esta historia, pero me hacía mucho
daño tanto desprecio. He permanecido distante, silenciosa, subiéndome por las
paredes, haciéndome más fuerte con el dolor. No sé lo que hubiera dado por ocupar
también un pequeño rincón en su corazón, sentir sus manos, su cuerpo, el olor a
roble que desprendía por sus poros, pero nunca he significado nada para él, a
pesar de permanecer siempre a su lado en los momentos más difíciles. Mis lágrimas
son amargas, azules e inservibles, no tienen esa piel satinada y tersa que
puedes estrujar y beber a tu antojo. Soy la sangre roja que adorna las paredes
de su casa y poco más. Una parra de Virginia, puro ornamento. No puedo hacer
otra cosa más que asumir su desdén y mi eterna virginidad, conformarme con
abrazar las paredes de su hogar. Tuve celos, envidia y celos, por supuesto, pero
no puedo evitar una profunda pena verlo consumirse.
Lo contemplo en silencio, sentado en
su porche, balancear su silla con una copa de vino entre las manos, levantarla por
encima de sus ojos para ver a su través las vides yermas que se extienden frente
a él, como si fuera a pronunciar un brindis, pero aquel gesto suena más a
despedida que repite una y otra vez. Dibuja una mueca en su rostro y se la bebe
de un solo trago. Después hace lo mismo con otra y otra y otra. La primera se
detiene en los labios, ralentiza su ritmo cardíaco. La segunda le acaricia la
lengua, se le duerme en la garganta. La tercera despierta la nostalgia y se
precipita luego para escarbar en los rincones del alma. Trasiega la cuarta para
cauterizar algunos recuerdos y una quinta para adormecer la rabia, la
impotencia que todavía se agita en su garguero. Después, ya pierdo la cuenta, se
sienta a esperar. Inútilmente, se sienta a esperar sin saber el qué. Todos los
relojes se le habían detenido varios días atrás, caminando entre viñedos y
rosales y después de maldecir su suerte, decidió tomarse la vida como vino. Hubiera
estado bien que no lo hiciera tan de golpe, pero así le vino también la vida, con
un sopapo en las entrañas.
Como el minero con su jaula y su canario
en lo más profundo de la tierra para detectar el grisú, o como aquel otro que
cuelga ristras de ajos en los dinteles para ahuyentar vampiros, le gustaba
rodear los viñedos de rosales. «Limpian, fijan y dan esplendor», le gustaba
decir, con aquella sonrisa abierta y franca que le quedaba por entonces. Sin
embargo, había algo más que sensibilidad, magia o literatura en aquella empeño.
Tampoco era su acostumbrado romanticismo quien le aconsejaba regalarle rosas a
las vides, sino su forma de anticiparse al oídio, aprovechar la sensibilidad de
sus pétalos para detectarlo con tiempo suficiente. «Por si acaso, ten siempre
azufre preparado y olvídate de los ajos, azufre mucho mejor», solía decir a cualquiera
y en cualquier momento, para añadir después, cuando todavía le quedaba sentido
del humor: «Escucha, oído al parche, que el oídio nos odia».
El hongo de la ceniza, tiene el odio
incorporado en sus genes. Lo aprendió desde muy pequeño y su padre demasiado
tarde. Fue la primera desgracia que se cebó en su familia, cuando apenas
contaba catorce años. La primera lección que conoció, de las que entran con
sangre y fuego. Un mes estuvo sin habla su padre y cuando finalmente salió de
su encerramiento, lo vieron dirigirse a la mesilla de noche, abrir una caja donde
guardaba la esperanza y extraer dos puñados para empezar otra vez desde el
principio, arrancar y plantar todas las vides, seguir con la tradición de la
familia, mantenida durante cuatro generaciones, el tiempo que llevo yo acompañándolos.
Sin embargo, la ceniza quiso cebarse especialmente con los sueños del hijo. No la
ceniza del oídio, y tampoco esa otra que deposita el tiempo poco a poco,
inapreciable, lenta, inexorable como un chirimiri calabobos; y tuvo que ser de golpe,
como una patada en los genitales.
Se le ocurrió también recurrir a esa
caja milagrosa que Pandora regala con dudosas intenciones a todos los mortales y,
sin embargo, no llegó a introducir las manos. Petrificado, mirando con ojos
perdidos un punto indefinido de su interior, dejó que la esperanza se le esfumara
definitivamente por sí misma, sin hacer amago de retenerla. «La esperanza solo
sirve para prolongar el dolor», fueron sus palabras, y se sentó a esperar con
una botella de vino entre las manos. Inútilmente, se sentó a esperar. Eso hizo,
imaginando que podría ahogar en ella su maldita suerte.
La filoxera es un
monstruo que no sabe de romances e ilusiones. Tan despiadado o más que el
oídio. Un monstruo que se tragó los viñedos y los sueños; que se burló de los “pies
americanos” y los suelos arenosos, que llegó de puntillas para arruinar
igualmente su vida con la misma inmisericordia. No supo utilizar la esperanza
necesaria para remontar el vuelo como hiciera su padre, como hiciera el ave Fénix
de sus propias cenizas. El abandono precipitó el final. No el incendio que sobrevino
algún tiempo después y se propagó con una voracidad sospechosa, no, el final llegó
con el abandono de su hacienda, de su propia vida.
Han pasado muchos
meses desde entonces. Consume las horas sentado en el porche, esperando
inútilmente el porvenir. Sus ojos ya no tienen el brillo que me tuvo enamorada.
Acumula silencio a su alrededor y mata su tiempo aplicando su particular
venganza contra quién sabe quién. Se refugia de vez en cuando en un taller
improvisado en la parte posterior de la casa para masticar recuerdos en blanco
y negro, para disecar lechuzas, ardillas y milanos en soledad. Toma luego
cierta distancia y se queda mirándolos entre copa y copa, entre botella y
botella, para ver cómo retuercen su espíritu sobre una cepa de vid barnizada,
una cualquiera de las muchas que todavía conserva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario