Me habían diagnosticado
anosmia, pérdida absoluta
del olfato. No pude percibir
su fragancia cuando llegó,
pero su risa fue suficiente
para suavizar el plomo de
aquellas paredes que me
estaban enterrando. Yo
regentaba un hotel a las
afueras de Logroño cuando
llegó con su vestido
estampado y su trinar de
pájaros. Las cortinas de la
recepción sacudieron la
monotonía apelmazada
durante diez años.
─Solo dos días ─me pidió,
pero fueron veinticuatro.
Veinticuatro días de pasión
y sexo salvaje que hicieron
temblar las paredes de un edificio
diseñado en blanco y negro.
Veinticuatro días enredando
sueños en el laberinto de sus
cabellos desmadejados.
Veinticuatro días donde mi amor
y mi patrimonio ardieron al mismo
tiempo como yesca en fogaril.
─Necesito respirar ─me dijo.
Necesitaba respirar. La carretera
que se pierde más allá de los
árboles, se la llevó envuelta
en su piel de serpiente.
Ella se fue a buscar
Oxígeno en la última de
sus infinitas curvas
y yo me quedé masticando
mis paredes de plomo.
La imagino caminando por
las calles de Buenos Aires,
como si allí corrieran
mejores vientos.
Debo hacerle llegar este
abanico al incauto del que
cuelgue su brazo, para que pueda
soportar la herrumbre de sus caries.
FIN
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