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Cuando llevas cinco días
colgado junto a la chacina, como un badajo sin campana, las cosas dejan de
tener su importancia. La Muerte tiene la culpa. Cuatro días escarbando en tus
entrañas dejándote sin porvenir, dibujándote una sonrisa pánfila, descarnada y
sarcástica en las mandíbulas.
Una mosca se te posa en la
mejilla, te mira con sus inmensos ocelos, se frota las patas delanteras
disponiéndose a dar cuenta de su particular festín y desaparece repentinamente
dejando solo su recuerdo. No tardará en regresar acompañada. A mediados de
noviembre, las moscas no deberían existir, pero surgen de una forma espontánea,
de la nada, como los gusanos dentro de las avellanas, como si estuvieran en la propia
conciencia de las cosas… como la Muerte. Quizás sean la misma Muerte
disfrazada. Ha desaparecido repentinamente, pero volverá, ¡volverán!
Habéis tenido un San Martín
estupendo. Tu cuerpo desentona entre todos esos colgajos y te conviene aplicar
un poco de filosofía. Ahora mismo, lo único que te importa es que tus hijos no
se pongan ciegos a la hora del reparto, que sepan respetar los tiempos de duelo
y maceración, valorar y discernir lo que tienen delante y, sobre todo, que no
te incluyan en sus inventarios, que consideren estas circunstancias como un
mero accidente. Tendrás que decirles que conviene consumir primero las
calabaceras y patateras, seguir por las barriguillas y chofes y terminar quizás
por los chorizos y bútagos, que siempre necesitan más tiempo para curar. Es
mejor pasar desapercibido, que bastante tienes con lo tuyo.
Y, a ver la Simona, ¡que
menudo enfado llevaba encima! Cuando vuelva, si es que vuelve, pasará de largo
sin mirarte, abrirá la ventana y dejará que la estancia se llene con el
paisaje. Quizás repare en tu presencia, se haga varias señales de la cruz con
ese gesto desmadejado y confuso que acostumbra, suspire profunda y
repetidamente y vuelva a santiguarse mientras intenta digerirlo, porque la
Simona siempre tarda mucho en digerir las cosas. Es muy de santiguarse y poner
interrogantes y cruces en todo, tarda una eternidad en asimilarlo siempre. Se
fue cuando terminasteis la matanza sin dar explicaciones, sin maletas, sin
decir ni mu. Y dices tú que, a estas alturas, te importa un bledo si vuelve o
no, como todo lo demás
La que sí ha vuelto, es la
condenada mosca. Primero se posa en los ojos de tu perro, que lleva cuatro días
sin moverse a tus pies y le lanza una dentellada que parece asustarla. La mosca
revolotea describiendo varios círculos hasta posarse en su oreja, después en la
tuya y otra vez en la del perro, sin decidirse. Finalmente se queda en tu
mejilla, en tu nariz, en tu frente, como queriendo jugar al pinto, pinto.
Maldita la gracia que te hace, pero no tienes alternativa. Debes esperar a que
termine; que sacie su apetito o que ponga sus miles de huevos putrefactos en
las cuencas de tus ojos. Es rápida y cojonera, temeraria. Se nota que está
familiarizada con la Muerte, que no tiene miedo. Claro, que no puede tenerlo con
una existencia tan efímera. Se queda quieta, te mira, vuelve a frotarse con
aire chulesco sabiéndose impune. Desaparece unos instantes y vuelve con
refuerzos. Dos, tres, cuatro, cinco… Les gustan tus ojos, el olor de la
chacina, de la carcoma repartida poco a poco por las partes más delicadas de tu
cuerpo. Les gusta el olor de la mierda
El perro sigue ovillado a
tus pies. Permanece inmóvil desde que la eternidad comenzó a balancear el
péndulo de tu cuerpo, hace cinco días. No te mira, no come, no ladra, no llora
ni lanza dentelladas. La Muerte tiene fecundados los ocho mil huevos que lleva
cada mosca en sus entrañas y les ha dado treinta días para repartirlos. Laski
lo sabe, lo asume con indolencia, sin hacerse preguntas inútiles. Sabe que la
Muerte es la pandemia más contagiosa que existe, más contagiosa que la vida y
los bostezos, mucho más que ninguna otra cosa conocida. Debería evitar la
vertical de tu cuerpo, el incesante goteo que la Muerte destila por tus pies
formando inmensas estalactitas y estalagmitas invisibles. Debería irse muy
lejos, olvidarse de ti, intentar esconderse. Sin embargo, sabes que no lo hará.
Su fidelidad es algo que tus hijos, por ejemplo, nunca han sabido apreciar.
Llaman simplemente correa al cordón umbilical que os une porque les falta
sensibilidad y no pueden distinguir la diferencia.
Las horas transcurren muy
despacio. Tanta quietud y silencio resulta exasperante. Sería muy distinto todo
si, al menos, hubiera algo de viento para moverte un poco. Podrías quitarte ese
agarrotamiento que te está matando, saber algo de lo que ocurre al otro lado
del portalón porque el viento es un gran mensajero. Podría contarte dónde anda
la Simona, si va a volver y si todavía sigue con ese mosqueo infantil que
tenía. ¡Qué sensible se te ha vuelto, por Dios! Debería saber que a estas
alturas solo hay una mujer en tu vida y cualquier devaneo sin importancia solo
es una cuestión de desgaste, asumible y disculpable. Además, ¡qué sabrá ella lo
que es un mosqueo de verdad! Esto tuyo sí que es un mosqueo: Ver al Navajas
o al Tola pasar como zombis por tu lado con una sonrisa descarnada
sabiendo que no puede ser que estén allí contigo, que hace tiempo que se
murieron y tienen que estar bien enterrados en el camposanto. Eso es un mosqueo
y no lo suyo. ¡Qué sabrá ella! Un mosqueo es ese zumbido monótono, intermitente
de las moscas apretando el esfínter a tu alrededor. ¡Eso es un mosqueo!
Digo que, con un poco de
viento las cosas serían muy distintas. Te mata la quietud, el silencio, esa luz
mortecina y uniforme que invade el corralón, la falta de sombras, la pátina que
cubre las mazorcas y la parva, los aperos y las tejas por encima del zarzo. Las
morcillas no son negras ni los chorizos rojos. Ni las longanizas ni los bútagos
parece que estén curándose. Ya sé que es una forma de hablar, pero ese es su
destino: curarse. Y el tuyo es otro bien distinto, aunque te cueste
comprenderlo.
No tardarán en encontrarte.
Vendrán con su cara pánfila, mirándote y mirando a la chacina, meneando la
cabeza y salivando con la misma alternancia.
─¡Quince arrobas de cerdo!
─Dirá el Perrote con su lengua mordaz y todo el mundo asentirá creyendo
que habla de la matanza.
─¡Esto no tiene perdón de
Dios! ─Dirá el padre Remigio haciendo cruces vertiginosas en el aire creyéndose
Harry Potter.
Efectivamente, van
llegando. Laski pina las orejas anunciándolos uno por uno. Primero llega Florindo
que vive justo al lado y siempre está mariposeando por el pueblo. Después don
Remigio, el cura, seguido por Rosita, una sobrina muy desamparada, muy
huérfana, dispuesta a ofrecer sus virtudes barrocas a la causa divina.
─¡Dejen paso a la
autoridad! ─Grita alguien con un tricornio de
charol.
─¡Que nadie toque nada!
─Dice su segundo, otro personaje uniformado con cinchas y mosquetón al hombro.
Laski vuelve a pinar las orejas para anunciar la llegada de la Sole y la
Fernanda, siempre juntas, siempre de negro, siempre con un velo de encaje
cubriendo sus cabezas.
─¿Por qué no lo bajan?
─¡Ay, Fernanda!, pareces
tonta, tendrán que esperar a que lo mande la autoridad.
─Pues al camposanto no
pueden llevarlo.
─¡Jesús, al camposanto, no!
Se persignan, bisbisean
durante un rato y se ponen juntas en una esquina para controlarlo todo. Siguen
llegando parroquianos, pero no terminas de ver a tu Simona. Tampoco a tus hijos
aunque te importe un bledo. ¡Allá se mueran empachados de ortigas!
Ha llegado también la
Consuelo. ¡Por fin, la Consuelo!, esa sí que te importa. Está despampanante,
más guapa que nunca, para resucitar a un muerto. Notas un cosquilleo en el
estómago y al pronto una dentellada en el hígado que te hace volver a la triste
realidad. No se atreve a mirarte. Lleva un vestido negro y amplio para
disimular la preñez. «Que no y que no», fueron sus últimas palabras. Que
aquello tendría que seguir para delante y que no quería ver a la Jacinta por
muchos brebajes y pociones que supiera. Y claro, de tales vientos, tales
tempestades. Su marido se puso como se puso. Ha venido con ella pero se ha
parado en la puerta nada más ver los uniformes y tricornios. Ha puesto su enorme
cara de disimulo y se ha quedado aventando un puñado de forraje, como si
estuviera dando de comer a las gallinas. De vez en cuando te mira, mira a la
Consuelo, mira la chacina, vuelve a mirarte y se limpia la mugre de las uñas
con la faca.
El muy cornudo te cogió desprevenido, eso fue lo que pasó, pero tienes que reconocer que supo dejar la escena como un profesional. Solo puedes reprocharle que no te cerrase los ojos cuando se marchó.
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