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Marcela llegó a nuestras vidas
con un vestido estampado de primavera, unos labios de pecado y unas curvas de
vértigo que quitaban el sentido. Hubo un síncope temporal en el pueblo, en la
comarca, en todo el mundo, en nuestras vidas. Aquella mezcla inconsciente de
pudor y provocación, aquel mirar desafiante y esquivo, aquel andar inocente y
despótico dejaba una estela brillante de sensualidad por el suelo según andaba.
Supe después que había venido huyendo de la gran ciudad, cansada de moscardones
y, al igual que ocurriera con aquella otra Marcela de Cervantes, fueron muchos
los que la siguieron y se instalaron también en el pueblo disfrazados de
labriegos para llenar los árboles de corazones y suspiros, endechas y
madrigales buscando sus favores. Sin embargo, Marcela, permanecía desdeñosa y
distante para con todos, confinada en el caserón de los Pajares, una casa
inmensa con tres pajares donde le gustaba refugiarse para disfrutar de su
soledad y lozanía haciendo de las suyas.
Las cuatro gallinas iniciales se
convirtieron en cincuenta. Cincuenta gallinas que le dieron suficientes huevos
para adquirir dos ovejas, su lana para conseguir dos marranos y los marranos
para una hermosa y lustrosa vaca, su Jacinta. Quiso entonces cubrirla para seguir
engordando sus sueños de lechera y fue entonces cuando vino hasta mi casa, con
su vara de mimbre, su camisa desabotonada, sus labios de fuego y su Jacinta. Yo
tenía el mejor semental de la comarca y venían a mí de todos los pueblos de
alrededor. Ella lo sabía, ella lo quería, y mi semental cumplió como nuestra
imaginación hubiera soñado. Mi toro empezó a mugir agitando su enorme verga y
se abalanzó sobre los lomos de Jacinta que parecía resistirse. Sorprendí a
Marcela mirándome, aguijoneé a la vaca para enfilarla, ella paso la lengua por
sus labios y me los ofreció húmedos y carnosos, tragó saliva, tragué saliva,
sonreí, escondió su mirada, culeó Jacinta, aguijoneé sus ancas y, por fin,
aquella enorme e interminable pica, se perdió dentro de Jacinta para descargar
un torrente de esperma que rebosó con abundancia por sus cuartos traseros. Se
apeó mi toro, lo arrastré por los hocicos hasta su cuadra, Marcela hizo lo
propio y comenzó su camino de vuelta sin mediar palabra. Apenas había salido
del corral, Jacinta volvió su enorme cabezota, enseñando sus ojos llenos de
felicidad, esa felicidad infinita que puede caber en los ojos enormes y
redondos de una vaca. Sus andares lentos, parsimoniosos, con el chapoteo
rítmico de su vulva rebosando el alimento de los dioses, con el hisopo de su
cola repartiendo los líquidos sobrantes que chorreaban por las nalgas y
salpicaban el aire, la cara y el cuerpo de Marcela. Aquello fue su Pentecostés
particular, una revelación que le hizo arrepentirse de su egoísmo y sus privaciones
anteriores. Se detuvo, giró sobre sus pasos y se plantó delante de mí con su
ojos de lumbre, se tumbó después sobre los fardos y, con sus labios húmedos y
sedientos, me pidió cinco raciones de ambrosía.
Primer premio V Edición de relatos eróticos Lamucca
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