Nací en un pueblo de
la Mancha que no viene a cuento, pero mi tierra, la tierra que llevo en las
entrañas, es la tierra que me dio de comer, la tierra donde pasé los primeros
catorce años de mi vida. La tierra del roble, del haya y el avellano, la tierra
donde abunda el quejido y las escobas, la manzanilla, la genciana, los boletos
y las senderuelas. Es la tierra donde el oso pardo puso una linde a nuestras
aventuras infantiles cuando queríamos coger avellanas, o cuando queríamos
bañarnos en las pozas más allá de la Pedrosa. Es la tierra donde se esconden el
zorro y las ardillas, una tierra con las entrañas muy negras donde el silencio
se ha tragado todas las leyendas, donde hace muchos años que desaparecieron los
mouros que habitaban en su vientre. Después fueron los hombres los que recorrieron
sus galerías enterrando en ellas todos sus sueños. Mi padre lo hacía todas las
mañanas, aunque hubiera dado lo mismo hacerlo por la noche. Enredaba mi pelo
con sus dedos, daba un beso a mi madre y se alejaba sin decir ni mu. «¿Has
visto algún mouro, papá?», le preguntaba a su regreso. «No, guaje, no los he
visto». Me miraba luego con aquella sonrisa rutilante de su cara tiznada,
colgaba el canario en la pajarera y se zambullía debajo de la manguera, en el pilón
del patio. «Ya no quedan, guaje», apostillaba con el agua resbalando por su
torso desnudo, el más corpulento que había visto jamás. Solo mi tío Justino, su
hermano, podía presumir de semejante corpulencia. Hacían una pareja invencible
en los concursos de entibación. Mi padre manejaba el hacho como nadie y Justino
podía colocar, él solo, la trabanca de los cuadros sin necesidad de ayuda.
Siempre ganaban las competiciones que se celebraban todos los años en el Paseo
de los Árboles. Venía gente de Villablino, Guardo, Velilla y de sitios mucho
más retirados, pero llegaban ya, sin saberlo, con la derrota escrita en su
frente. Justino y mi padre también hacían pareja en la mina, donde los dos eran
capaces de sacar veinte tajos en una sola jornada, el doble que cualquier otra
pareja. Sin embargo, en el bar de Revilla, no tenían tanta suerte con las
cartas. Siempre juntos, siempre inseparables. Sin embargo, aquella pareja se
deshizo el día que mi padre le gritó muy fuerte para decirle que no volviera
por mi casa mientras él no estuviera. Mi madre se quedó mucho rato en un rincón
de la cocina con la cabeza gacha, tejiendo penas y recuerdos con su calceta. Tío
Justino desapareció para siempre. Acarició el lunar de mi barbilla, idéntico al
suyo, alborotó mi pelo como lo hacía siempre mi padre y se despidió con un
lacónico «adiós, guaje». Supe entonces que aquella despedida era definitiva, que
se interrumpiría mi colección de cuentos del Capitán Trueno, que me había
quedado definitivamente sin las dos pesetas que me daba de vez en cuando para
que me largara de casa un par de horas a gastarlas. Desapareció del pueblo, de
nuestras vidas, para siempre. Hubo mucha tensión, mucho silencio en mi casa
después de aquello. Mi padre no volvió a competir en los concursos, esquivaba
en lo posible sus escapadas al bar de Revilla y cuando no estaba trabajando en
la mina se refugiaba en el pequeño huerto que compartíamos con los vecinos
detrás de la casa.
Cierto día, estaba
con mis amigos en el bar, mirando como pánfilos la carta de ajuste, esperando
que comenzase la emisión diaria de dibujos animados. Guardábamos el más
religioso de los silencios para no ser expulsados y perdernos las aventuras del
Gato Félix, cuando el padre del Bola, sin que se le cayera la
pava que colgaba de sus labios, me pidió que fuera a casa a buscar a mi padre.
«Dile a tu padre que venga para echar la partida, que aquí tiene un nuevo
compañero». Me levanté de un salto para no perderme los dibujos. Crucé la
plazoleta y subí hasta las Escuelas Nacionales en no más de tres minutos. «Ha
dicho mi padre que no está», pude decir jadeando a mi regreso. Tardé mucho
tiempo en comprender aquella explosión de carcajadas que soltaron todos los que
habían podido escucharme. Revilla nos hizo responsables del alboroto y nos echó
con cajas destempladas. «¡Venga, guajes, a jugar al bote, fuera de aquí!»
Nos fuimos. Tampoco era cuestión de hacerle caso al pie de la letra. El bote
era uno de nuestros juegos favoritos, pero también nos gustaba jugar al chorro
morro, las tangas, las canicas o correr detrás de los aros. Aquel
día acabamos cogiendo renacuajos en el río, donde Perrote se cortó
con un vidrio. Sangraba como un gorrino y aprovechamos para pintar con su
sangre nuestras espadas de madera. Estuvo mucho tiempo sin poder andar y sin
poder acompañarnos a saltar las huertas, otra de nuestra diversiones favoritas.
Por supuesto que no era por el sabor de las manzanas sino por el sabor del
riesgo y de lo prohibido.
Una tarde, la Navidad
andaba cerca, nos detuvimos delante de la ferretería. Entre los cachivaches
propios del negocio, habían colocado ya los juguetes, preludio de nuestros
mejores días del año y comenzamos con nuestro reparto virtual. «Yo me pido las
pistolas», «pues
yo el camión», «pues yo el
casco con la lamparilla», «pues vaya tontería», «pues anda, que lo tuyo…». Una
sensación de omnipotencia llenaba nuestras pupilas y conforme las luces de la calle
se iban haciendo más tenues, la luna de aquel almacén particular comenzaba a
reflejar nuestras caras y nos devolvía la dura realidad del carbón. Todo
hubiera sido un lance, una anécdota más de nuestras andanzas, si no hubiera
sido por la coincidencia más extraña que me ha ocurrido jamás. Al pie del
escaparate algo brillante llamó mi atención: una pulsera de oro que me hizo dar
un respingo y llenó de envidia e interjecciones los ojos de mis amigos. «¡Qué
suerte, guaje!» «¿Y qué vas a hacer?» «Pues no sé…». «¿Se la darás a tu madre?»
«Supongo». Tuvieron que pasar 50 años para revivir aquel suceso con un
estremecimiento lento que sacudió mis venas.
Paseaba yo con mi nieta de cuatro años por la
plaza del Ayuntamiento cuando me enseñó una pulsera de cuero que se acababa de
encontrar. No fue suficiente para refrescar mi memoria y quiso el azar que
mirara la muñeca de mi esposa para comprobar con estupor que le faltaba una de
las tres pulseras de oro que siempre llevaba. Sencillamente la había perdido. Guardé
silencio. ¿Acaso el tiempo había sufrido un síncope? ¿Acaso los mouros habían
regresado al pueblo para jugar con mis recuerdos? ¿Acaso el Destino pretendía
corregir, enmendar algún remordimiento? Seguimos caminando, en silencio, con la
sensación de que, en aquella tierra de mis entrañas todo podía suceder. Bajamos
las escaleras, cruzamos la plazoleta y, en la misma ferretería, con un
escaparate donde solo había artículos propios del negocio, me pareció ver el
reflejo de mi tío Justino, con un lunar en su barbilla.
Primer premio en el IV Certamen Internacional de Relato Corto sobre la minería y el carbón Con el tema "Momentos felices en torno al carbón". (Barruelo de Santullán). (10.07.2019).
No hay comentarios:
Publicar un comentario